Érase una mujer que decidió salir a buscar a su hijo, el día en que no volvió a casa.
Y fue así como en medio de plazas y avenidas, se encontró con otras madres que, como ella, reclamaban a sus hijos desaparecidos.
—¿Quién ha osado quitarnos el sagrado fruto de nuestro vientre? —muy tristes se preguntaban. Todos en aquel país sabían la respuesta, pero callaban por miedo.
Todos sabían que un gran monstruo había tomado el poder. Todos sabían que aquel monstruo era un tirano cenizo, de muchas cabezas, que odiaba la alegría, el compartir, la igualdad y otros muchos anhelos soleados del corazón humano. Él, y era una certeza, se había llevado a los hijos de estas madres sin dejar más rastro de su existencia que la memoria de quienes les amaban.
—¿Qué hacemos? —se preguntaba la madre con nombre de flor, al igual que las demás madres.
—Queremos a nuestros hijos de vuelta para tomar el mate juntos, antes del desayuno; para celebrar sus cumpleaños; para sentir el olor dulce que se eleva de sus camisas cuando las planchamos —decían. Pero nadie contestaba.
Salieron a caminar juntas, se citaron cada jueves en la Plaza de Mayo con los pañales de tela de sus hijos atados en las cabezas. Resistían marchando alrededor del obelisco de la Plaza, en sentido contrario a las manecillas del reloj para echar el tiempo atrás, como por arte de magia, es decir, como por arte de amor.
Las lágrimas de las Madres de la Plaza de Mayo poco a poco se convirtieron en una luminosa ruta de migas que muchos siguieron. El coraje, como la risa, es siempre contagioso. Nunca dejaron de amarrarse al cinto la esperanza: marcharon con fotos de sus hijos, pusieron sus siluetas en cada rincón, hicieron volar pañuelos blancos como palomas mensajeras... y a cada calle y a cada esquina de la ciudad les preguntaron por ellos.
—Uno no sabe, de pronto los han visto pasar.
Nunca se dieron por vencidas. Nadie quería el olvido, todas necesitaban a esos hijos de vuelta. Eran los hijos de todas.
Las madres sobrevivieron al tirano. Y en ellas, sobrevivió invicto el sueño de sus hijos.
Entre marzo de 1976 y diciembre de 1983, Argentina padeció una de las más atroces dictaduras militares en el continente americano. Más de quince mil desaparecidos, diez mil presos y cuatrocientos muertos, fueron producto de los operativos de los militares que suspendieron los principales derechos civiles. Las Madres de la Plaza de Mayo lucharon cada día por la verdad, la memoria y la justicia, en nombre de sus hijos y de la dignidad humana.
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El libro "Érase una mujer" de la autora Vera Carvajal, plantea un viaje viaje por diferentes tiempos y geografías de la humanidad de mano de mujeres intensas, poderosas, enteramente bellas, capaces de trastocar el dolor en esperanza; de domar lo cruento con la palabra; de resistir y transformar; de preguntar y responder; de criar la vida en el cariño; de cambiar paradigmas del ser, del saber, del amar, del quehacer.
Oponían a las armas de fuego del monstruo, el fuego del amor que sentían por sus hijos. No se acobardaron. Se sumaron la una a la otra y a la otra y a la otra... hasta ser una sola. Así, el hijo de una fue hijo de todas: huesito por huesito, pisada por pisada, huella tras huella, cada hijo fue hijo de todas. —El otro soy yo — decían mirándose a los ojos, reconociéndose.